jueves, 15 de diciembre de 2011

¿Cuál es el verdadero enemigo político?

He comenzado a reflexionar con mayor profundidad sobre un temor que se ha ido consolidando con el tiempo: el trabajo sistemático de la dictadura de Pinochet para acabar con la política partidista en Chile estuvo peligrosamente cerca de lograr su objetivo. Su herencia, basada en el desprestigio de la militancia, la despolitización de la ciudadanía y la exaltación del tecnócrata “neutral”, dejó marcas que aún no logramos borrar.

Hoy me resulta incomprensible —y profundamente alarmante— ver cómo ese legado se perpetúa, no solo por quienes abiertamente defienden el modelo neoliberal autoritario, sino también por aquellos que, paradójicamente, pretenden transformarlo desde la organización social. Son los que dicen querer cambiarlo todo, pero negando lo político como herramienta. Son los "apartidistas". Y es ahí donde surge la pregunta que me llevó a escribir de nuevo, tras meses de decepciones, despedidas y silencios: ¿quién es, en verdad, el enemigo político?

Sé que mi adversario ideológico es aquel que se define de derecha: defiende abiertamente el modelo impuesto a sangre y fuego, protege los privilegios de una minoría, y cree que el orden social actual es justo y necesario. Contra ese enemigo tengo claridad: conozco su discurso, sus intereses, su historia. Pero hay otro actor más escurridizo y más peligroso: el que se presenta como pluralista, dialogante, por encima de las ideologías, el que repite con voz moderada que "la política divide" y que "todos los extremos son malos".

Este no es un personaje nuevo en nuestra historia. Es el caudillo disfrazado de independiente. El populista de sonrisa amable. El demagogo de centro que ofrece unidad a cambio de silencio político. No es un enemigo declarado del pueblo, pero sí es un obstáculo profundo para su organización. Es un hijo inconsciente de la dictadura, formado en la cultura del descompromiso, del miedo a tomar postura, del rechazo a las ideas colectivas transformadoras. Es quien, con palabras bonitas y promesas huecas, ha vaciado de contenido la lucha social.

Y lo más doloroso es ver cómo algunos de los compañeros que durante años compartieron esta trinchera, hoy se envuelven en ese discurso. Renuncian a la política para conquistar un espacio de poder rápido, aparente, inofensivo. Hablan de unidad sin ideología, de movimiento sin partido, de lucha sin conflicto. No se dan cuenta —o tal vez sí— de que están repitiendo la lógica de los que siempre han gobernado este país: dividir, despolitizar, domesticar.

Claro que el sistema de partidos en Chile está en crisis. Está corroído por la corrupción, por la desconexión con la ciudadanía, por el poder heredado de las mismas 300 familias que han controlado el país desde la independencia. Pero la solución no es la negación de la política. No es caer en la trampa del "ni izquierda ni derecha", porque esa trampa solo beneficia al poder económico y militar que sí tiene muy claro de qué lado está.

Soy un convencido de que esta nueva generación —la segunda de hijos de obreros que llegan a la universidad— tiene la responsabilidad histórica de cambiar Chile. Somos quienes podemos disputar los espacios de decisión, quienes podemos quitarles el fusil simbólico a esos viejos guardianes del modelo, quienes podemos escribir una historia distinta. Pero para hacerlo necesitamos más política, no menos. Más pensamiento crítico, más debate, más ideología.

Por eso debemos combatir al adversario político tradicional, pero con más fuerza aún al que, en nombre de la paz, vacía de contenido la lucha social. Debemos denunciar al apartidista, al populista, al caudillo que solo busca su proyección personal mientras el pueblo sigue sin acceso a salud, educación y dignidad.

Chile no se construirá desde la tibieza. Se construirá desde la convicción, desde la organización política, desde la claridad ideológica. No temamos al conflicto: temamos a la falsa neutralidad.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Contra el odio impuesto: un llamado a la hermandad latinoamericana

Vivimos inmersos en un sistema aterrador. Un sistema donde el simple hecho de existir genera incertidumbre, donde pensar en traer un hijo al mundo despierta más miedo que esperanza. Este es el siglo XXI que nos tocó habitar: uno en el que si naces pobre, si eres hijo de obreros, si asistes a una escuela pública gestionada por un Estado ausente, no solo estarás destinado a sobrevivir, sino también a odiar a tu hermano. A tu hermano latinoamericano. A tu hermano de clase. A tu hermano de lucha.

Chile y Perú, históricamente educados para despreciarse, son ejemplos trágicos de una herencia compartida de colonialismo, guerra y propaganda. Fue precisamente esa convicción —la de que nos han enseñado a odiar al que más se nos parece— la que me impulsó a abrir este blog. Y hoy, en medio de la represión, entre gases lacrimógenos y mentiras oficiales, este pensamiento cobra más sentido que nunca. Porque el odio entre pueblos hermanos no es casualidad: ha sido cuidadosamente construido, inculcado desde la infancia, legitimado por libros de historia sesgados, y perpetuado por gobiernos que temen a la unidad de los de abajo.

Mientras la ciudad se emborracha con fiestas patrias y discursos patrioteros, mientras las banderas ondean sobre plazas vigiladas por la policía, queda más claro que nunca: estamos atrapados en un sistema diseñado para dividirnos y distraernos. Y lo hace muy bien. Nos convence de que no somos "marxistas" solo por desear ropa de marca o una vida digna. Nos inculca que progresar es competir, individualizarse, olvidarse del otro.

Pero tengo la convicción profunda de que si el proceso socialista chileno de los años 60 y 70 no hubiera sido brutalmente interrumpido, hoy estaríamos en un país con justicia social, en una América Latina más integrada y solidaria. Una donde los logros de un país hermano serían motivo de celebración común, no de envidia o burla. Sin embargo, hemos llegado a esta modernidad con el alma herida y una identidad fragmentada. Arrastramos nacionalismos obsoletos, enseñados desde pequeños por una educación diseñada para producir obediencia, no pensamiento crítico. Para producir consumidores, no ciudadanos.

Como estudiante y futuro docente, no puedo callar. Me niego a seguir reproduciendo el relato de las élites, ese que desde 1810 ha sido escrito por y para las 300 familias que aún controlan Chile. Me duele reconocer que, por años, me enseñaron a ver como enemigos a pueblos que, en realidad, comparten nuestras miserias y nuestras esperanzas. Me rebelo contra eso. Porque ha llegado el momento —gracias al despertar social, gracias a la movilización, incluso gracias al autoritarismo de este gobierno— de darnos cuenta de que no estamos condenados a pensar y actuar como capitalistas sin conciencia. Somos un pueblo con una riqueza cultural inmensa, con raíces profundas, con una historia que aún no ha sido contada por los vencidos.

Si eres peruano y estás leyendo esto, si eres argentino, boliviano, ecuatoriano o colombiano: no somos rivales. No lo fuimos nunca. Fuimos enseñados a odiarnos por quienes temen lo que podemos lograr juntos. Te llamo a despertar. A rechazar la educación de mercado. A romper con los discursos que nos separan. A luchar contra este sistema que lucra con nuestra ignorancia y nuestra división.

Despierta. Abre los ojos. Extiende la mano, levanta el puño, y lucha. La historia aún no está escrita. Y esta vez, la escribiremos nosotros.

martes, 6 de septiembre de 2011

La generación consciente

Era el día del Paro Nacional convocado por la CUT, el inicio de algo largamente esperado: la convergencia entre trabajadores, estudiantes y ciudadanos indignados. Estábamos apoyando al sindicato de la Universidad de Las Américas (UDLA), cuando, al llegar a la intersección de República con la Alameda, nos encontramos con un grupo de estudiantes movilizados. Nos unimos a ellos pacíficamente, desplegando nuestros lienzos, hechos con convicción y esperanza. Uno decía: “¿Y nosotros qué? UDLA no duerme, presente”. Otro, con fuerza ancestral, llevaba una consigna mapuche: “Historia y Psicología, Marichiweu”.

Desde la vereda, gritábamos a Carabineros que también ellos eran trabajadores. Les recordábamos que eran usados por el sistema, manipulados por un gobierno que los pone al servicio del orden económico, no del pueblo. Les hablábamos con la esperanza ingenua de que entendieran. Esa esperanza fue respondida con violencia. Sentí, sin previo aviso, dos golpes de escudo por la espalda. Luego fueron tres. Me redujeron, me arrastraron. Ya no era una protesta más, era otra detención por pensar distinto.

Pero lo peor no fue el arresto. Fue lo que vino después, dentro del bus policial. Me subieron boca abajo, inmovilizado por el peso de mis compañeros, también detenidos, apretados en un espacio de menos de 60 centímetros. Un sargento, cuyo nombre conozco, escupió su mano e intentó introducirla en la boca de los detenidos, incluido yo. Asfixiado y con repulsión, logré apartar esa mano, lo que provocó una violenta reacción: una patada en la cabeza y un arrastre por el piso que me abrió la frente. Las lesiones fueron constatadas más tarde en la Posta Central.

Vi cómo una carabinera golpeaba con la mano abierta a una muchacha indefensa. Vi cómo un joven era agredido con puños cerrados en la cara. Escuché insultos de todo tipo, burlas que denigraban nuestra dignidad, y frases que aún resuenan con rabia en mi memoria: “Luchen harto, mátense, así los hijos de nosotros estudian gratis, gueones”, o “A mí me gusta pegarle a los comunistas”. Así se vive la democracia en Chile. Así responde el Estado cuando los ciudadanos se atreven a exigir justicia.

Durante esas horas en la comisaría, tuve tiempo para pensar. Carabineros ha perdido el rumbo. Ya no protegen el orden público; hoy protegen los intereses de una élite económica que desprecia al pueblo. La policía chilena, que debería servir a todos, se ha convertido en el escudo de los poderosos. Pero me pregunto: ¿estos abusos quedarán impunes? ¿Nadie responderá?

En Chile, estamos ante una generación que está rompiendo el molde. Por primera vez, los hijos de obreros llegan masivamente a la universidad. Y eso se está notando. Profesionales marchan, profesores enseñan desde sus vivencias, médicos levantan la voz. La generación que fue indiferente en los noventa dio paso a los “pingüinos” del 2006 y al “invierno chileno” del 2011. Hoy, quienes fuimos golpeados, humillados, reprimidos, no olvidaremos. Somos hijos de la dictadura, pero también somos el comienzo de su final.

Yo soy el primero de mi familia en llegar a la universidad. Como muchos. Y seremos nosotros quienes, desde el conocimiento, la organización y la conciencia, terminaremos con la represión, con la injusticia y con este sistema basado en el abuso del capital. No hay vuelta atrás. Lo vivido no se borra. Y tampoco la determinación de cambiarlo todo.

viernes, 26 de agosto de 2011

El problema es el sistema

Desde mi última publicación he tenido tiempo para pensar, escuchar, conversar, y especialmente, observar. La llamada “problemática estudiantil”, que comenzó como una serie de demandas sectoriales, ha derivado en una verdadera crisis social. Ya no hablamos solo de educación: hablamos de modelo de país, de derechos fundamentales, de justicia social. Y lo hemos hecho no desde la teoría, sino desde las calles, las aulas tomadas, las asambleas infinitas, y sí, también entre el humo de cigarro y las conversaciones profundas con compañeros de universidad.

En una de esas charlas sabatinas llegué a una conclusión que quizás ya intuía, pero que nunca había madurado del todo: hay algo que no está siendo dicho con claridad, ni por el gobierno, ni por los empresarios, ni siquiera por buena parte de las organizaciones sociales o estudiantiles.

Tras revisar los petitorios de distintas agrupaciones —desde universidades privadas hasta las que aún llamamos “públicas”— noté una desconexión importante entre lo urgente y lo estructural. Se discuten artículos, se pelean beneficios, se exige un pase escolar o el fin al lucro. Y aunque esas luchas son legítimas, surge una pregunta ineludible:
¿Se puede resolver el conflicto estudiantil solo con reformas constitucionales?

La respuesta, desde mi perspectiva, es no. O al menos, no completamente.

Es cierto que la Constitución actual —herencia directa de la dictadura de Pinochet y sostenida por décadas de democracia pactada— establece una base jurídica que perpetúa la desigualdad y la mercantilización de los derechos. Cambiarla es necesario. Pero aún con una nueva Constitución, si no se transforma el modelo económico que la sustenta, seguiremos atrapados en un sistema que convierte cada necesidad humana en una oportunidad de negocio.

La educación gratuita, el transporte digno, un crédito universitario con tasas justas, son imposibles en un sistema que antepone el interés del capital a la dignidad del ciudadano. Ese es el verdadero núcleo del problema: el modelo neoliberal que rige nuestras vidas. Uno que ha sido cuidadosamente diseñado para que la oligarquía económica mantenga su hegemonía política. Para sostenerlo, se ha educado al pueblo no en la ciudadanía crítica, sino en la desconfianza, el individualismo, e incluso el desprecio por sus propios pares.

Nos han enseñado a ser “sacadores de vuelta”, a desconfiar del vecino, a ver en el hermano latinoamericano una amenaza en vez de un aliado. Nos convencieron de que éramos los “jaguares de Latinoamérica”, los “ingleses del sur”, cuando en realidad el pobre chileno sufre lo mismo que su par en Bolivia, Perú o Argentina. La élite aquí, como allá, mueve los hilos tras bambalinas.

Pero algo está cambiando. El pueblo chileno está despertando. Con capucha, sin capucha, con bailes folclóricos en la Alameda, con carros lanzaaguas de cartón, con marchas masivas, con huelgas de hambre, con colegios tomados y jóvenes golpeados por la policía. Aún no entendemos del todo el tamaño del proceso en el que estamos, pero el despertar es real.

Ahora bien, ¿permitirá el sistema estos cambios? ¿Estará dispuesto el gobierno de ultraderecha a aceptar demandas con “colores rojos”? ¿Soportará el modelo occidental —tan comprometido con el capital y el control— que un país periférico intente algo diferente?

La verdadera pregunta no es si el sistema lo permitirá. Es si el pueblo persistirá en su lucha hasta que ya no quede alternativa.
El día que esas cacerolas entiendan que el problema no es solo un ministro o una ley, sino el sistema completo, ese día puede marcar el comienzo de algo realmente nuevo.

Y entonces sí: todo puede cambiar.

miércoles, 20 de julio de 2011

Poca inspiración, cambio de gabinete y opresión

Meses de movilizaciones, huelgas de hambre, encuestas en picada y ahora un cambio de gabinete: este es el resultado de la administración de un gobierno de ultraderecha que fue advertido, pero que una parte del país, adormecida por promesas vacías, prefirió no escuchar.

No es desinterés lo que me invade hoy, sino la certeza de que se acabó el tiempo de solo observar, analizar o escribir. Siempre he estado involucrado en las causas del pueblo, pero ahora he tomado otro camino: me sumo activamente a la organización estudiantil. Sinceramente, no pensé que este sería mi rumbo; creí que desde la reflexión bastaba. 

Lo más desconcertante ha sido ver la apatía de muchos universitarios. Tal vez me engañé, acostumbrado al compromiso de mis compañeros de Historia, pensando que ese espíritu era generalizado. Hoy veo que no lo es, y eso me impulsa aún más a actuar.

Si estás leyendo esto, te invito a mirar a tu alrededor. Infórmate, conversa, cuestiona. ¿De verdad puedes quedarte al margen mientras el país tiembla bajo los pies de quienes se creen dueños de todo? Cuando tú, como estudiante o como docente, decides no involucrarte, le abres la puerta a personas no preparadas ni comprometidas a ocupar espacios clave. Hoy, por ejemplo, tenemos como ministro de Educación a Felipe Bulnes, abogado, sin trayectoria en el mundo de la pedagogía ni vínculo real con la educación pública. ¿Acaso elegir a un abogado para ese cargo no es lo mismo que poner a un empresario a gobernar el país?

Me empiezo a inquietar. Me nace una repulsa automática al escuchar las declaraciones vacías de autoridades que no comprenden el momento histórico que vivimos. Siento que hemos tocado fondo… pero temo que aún nos queda más por caer. Porque los responsables no fuimos nosotros. No lanzamos la primera piedra. Fueron ellos, con su represión, con su indiferencia, con sus balas de goma contra jóvenes, con su gas contra estudiantes, con su policía golpeando a sus propios hermanos en las calles, como ocurrió el jueves 14, cuando Carabineros actuó con brutalidad inaceptable.

Cuando un país llega a estos niveles de violencia institucional, las consecuencias pueden ser graves, impredecibles. Por eso, a quienes tienen poder, a quienes aún gobiernan como si no pasara nada, solo les digo: escuchen al pueblo. No estamos pidiendo privilegios. Estamos exigiendo dignidad. Y si no la otorgan, la tomaremos organizados, conscientes, y de pie.



jueves, 30 de junio de 2011

¿Cuándo escucharán al pueblo?

Hoy, 30 de junio de 2011, fuimos testigos —y más de 150.000 fuimos protagonistas— de una de las manifestaciones ciudadanas más multitudinarias de los últimos años en Chile. La histórica Avenida Alameda, aquella misma que Salvador Allende imaginó como el camino del hombre libre, fue escenario de una verdadera movilización nacional. Profesores, estudiantes, trabajadores, sindicatos, artistas, madres con hijos, abuelos, miles y miles de personas recorrieron dos kilómetros del corazón de Santiago, mientras en otras ciudades del país se reunían más de 350.000 ciudadanos exigiendo lo mismo: educación gratuita, pública y de calidad, administrada por el Estado, sin lucro y con fiscalización a las universidades privadas.

¿Pero por qué debemos exigir algo que en otros países parece un derecho básico? Porque Chile es un experimento económico radical, iniciado en dictadura y perpetuado en democracia. Durante la dictadura de Pinochet (1973–1990), se impuso un modelo neoliberal extremo, el más agresivo del mundo, que convirtió derechos sociales en bienes de mercado: educación, salud, transporte, agua, luz, incluso la seguridad social. Todo quedó en manos privadas.

Las consecuencias de este modelo se sienten hasta hoy. Las universidades funcionan como empresas, muchas veces sin regulación efectiva. Las AFP, que administran las pensiones de los trabajadores, invierten sin que el trabajador tenga voz ni voto, y si sus decisiones fallan, es el afiliado quien pierde dinero, nunca la administradora. En Chile, el lucro es el corazón del sistema. Y el Estado, lejos de garantizar derechos, se ha limitado a observar desde la barrera.

Este malestar ciudadano no es nuevo, pero sí ha alcanzado un punto de quiebre. Y lo más indignante es que quienes deben escuchar —los que hoy ocupan los cargos de poder— cierran el diálogo con soberbia. El entonces ministro de Educación, miembro del Opus Dei y exaccionista de la Universidad del Desarrollo, representa todo aquello contra lo que los estudiantes se manifiestan: el lucro como principio rector de la enseñanza. ¿Cómo esperar diálogo real con alguien que ha hecho negocios con la educación? ¿Cómo suponer que velará por el interés público quien ha estado vinculado al negocio privado de formar profesionales?

La prensa tradicional, muchas veces al servicio de intereses empresariales, no pudo ignorar esta movilización. La magnitud y creatividad de la marcha desbordó todos los intentos de ocultamiento. Pero el gobierno guarda silencio. No por falta de información, sino por falta de voluntad. Simplemente, no quieren escucharnos.

Frente a esta sordera institucional, la respuesta debe ser la unidad. Esta lucha no es solo de estudiantes o de profesores: es del pueblo entero. Padres, trabajadores, pobladores, jubilados, todos y todas debemos sumarnos. Porque cuando se atenta contra el derecho a la educación, se vulnera el futuro de todo un país.

Hoy caminamos miles por las calles, pero el desafío es mayor: organizarnos, articularnos, unir nuestras luchas. Solo el pueblo tiene la capacidad de transformar este modelo injusto. Si lo hacemos juntos, no podrán vencernos.

lunes, 20 de junio de 2011

Bienvenido a la Dictadura Chilena

En un país que presume de ser democrático, la decisión del entonces presidente Sebastián Piñera de licitar por 150 mil millones de pesos un sistema de vigilancia digital para monitorear redes sociales —como Facebook, Twitter y otras plataformas— no solo resulta escandalosa, sino que cruza peligrosamente el umbral que separa la democracia de la dictadura. Lo que está en juego no es menor: se trata del derecho a la libre expresión, la piedra angular de cualquier sociedad que se diga libre y pluralista.

Este intento por fiscalizar las opiniones de ciudadanos comunes y corrientes marca un retroceso alarmante. ¿Dónde queda el derecho a opinar sin miedo? ¿Dónde está la promesa de una democracia madura, que tolera la crítica y fomenta el debate? ¿Cómo puede justificarse que recursos públicos, que podrían ser utilizados para fortalecer la educación o la salud, se destinen a vigilar el pensamiento y la palabra?

La respuesta del gobierno es predecible: seguridad, control, “gestión de crisis”. Pero lo que realmente se esconde tras esta medida es miedo. Miedo al descontento legítimo de una ciudadanía que ya no tolera el abuso, la desigualdad ni la desconexión de sus autoridades. Y como suele suceder cuando las estructuras de poder sienten que se tambalean, la respuesta es represión, camuflada de orden.

Esta práctica recuerda a los capítulos más oscuros de nuestra historia reciente. Como hijo de un hombre que vivió y resistió la dictadura, no puedo sino indignarme al ver cómo se amenaza nuevamente la libertad que tanto costó recuperar. No fueron pocas las vidas, las desapariciones, el dolor que se vivió bajo el régimen de Pinochet, para que hoy —en plena era digital— tengamos que volver a cuidarnos de pensar distinto, de hablar con libertad, de compartir una opinión.

Porque sí, desde ahora, incluso este humilde texto podría ser leído, archivado o clasificado por un agente de inteligencia del Estado. Y aunque no haya consecuencias visibles de inmediato, el solo hecho de saber que alguien te observa, inhibe. Y cuando el pensamiento se inhibe, cuando la palabra se autocensura, la democracia se resquebraja.

En paralelo, el país arde de inconformidad: universidades y colegios en toma, estudiantes movilizados, una ciudadanía cada vez más crítica, mientras la aprobación del gobierno se desploma. Chile vive un momento de despertar social que desborda los márgenes de lo permitido por el poder. Es entonces cuando surge el intento de controlar no solo las calles, sino también el ciberespacio: el nuevo territorio de organización, denuncia y conciencia colectiva.

No podemos permitirlo. La represión del pensamiento es la última muralla que les falta levantar para consolidar un modelo autoritario con rostro democrático. Y la pregunta es inevitable: ¿vas a dejar que lo logren?

Como dijo Marat, asesinado por Corday en nombre del "orden":
"¡Oh, libertad! ¡Cuántos crímenes se han cometido en tu nombre!"

Hoy más que nunca, debemos recordar que la libertad no se mendiga. Se defiende. Con la palabra, con la organización, con la convicción de que ningún poder tiene derecho a silenciar a su pueblo.



(Link referente al tema, publicado en el BLOG)

sábado, 4 de junio de 2011

¿Y qué paso con el gobierno de los mejores?

Síntesis del gobierno de ultraderecha Chileno

A poco más de un año del inicio de este gobierno —aunque, en realidad, el tiempo exacto es irrelevante—, lo que importa no es cuánto ha gobernado, sino cómo lo ha hecho. Y en ese “cómo” se revela con nitidez la lógica ideológica de un proyecto político profundamente neoliberal, autoritario y regresivo. El actual gobierno chileno, liderado por una derecha dura y empresarial, ha puesto nuevamente en evidencia su apego a la privatización, el desprecio por lo público, y la subordinación de la dignidad humana al capital.

Desde su primer día, intentó justificar su falta de cumplimiento programático escudándose en la “reconstrucción” post-terremoto del 27 de febrero. Afirmaron que no podrían realizar muchas de las promesas de campaña porque los recursos debían enfocarse en la emergencia. Sin embargo, pronto quedó claro que aquella era solo una excusa. Lo que vino después no fue reconstrucción con enfoque social, sino consolidación de un modelo económico excluyente: alzas de precios, aumento en las tasas de interés, represión sistemática a los pueblos originarios, particularmente al pueblo mapuche, y una seguidilla de declaraciones altisonantes, ridículas y vacías de contenido por parte del propio presidente y sus ministros.

Y todo esto por parte de quienes se autodenominaron “el gobierno de los mejores”. Aquella frase, que buscaba proyectar eficiencia tecnocrática y excelencia, hoy solo genera risa… o rabia. ¿Cómo fue posible que una parte del pueblo creyera ese relato tan superficial y arrogante? ¿Cómo pudo ese mismo pueblo, del cual me siento profundamente parte, ser seducido por una estrategia de marketing político tan predecible?

La respuesta no se encuentra en la ingenuidad del votante, sino en un proceso histórico de despolitización social cuidadosamente construido. No fue la dictadura sola la que gestó esta situación. También fueron cómplices los gobiernos de la transición —la Concertación incluida— que perpetuaron un modelo educativo mercantilizado y funcional al sistema. No se trató de errores aislados, sino de una estrategia coherente: mantener a la población desinformada, endeudada, fragmentada.

Hoy vivimos las consecuencias. A nuestros jóvenes se les enseña que endeudarse para estudiar es un deber moral; que quien fracasa es responsable de su destino; que el sistema es inamovible. Les enseñan a votar por rostros vacíos, por celebridades sin principios, no por ideas ni proyectos colectivos. La historia se borra de los currículums, la memoria se transforma en una amenaza y el pensamiento crítico en un acto subversivo.

Pero la educación es poder. Y solo una ciudadanía educada, crítica y organizada puede disputar el sentido común impuesto. Si nuestros hijos, hermanos, vecinos y compañeros logran entender el fondo de esta estructura, si se les entregan las herramientas para cuestionar, interpretar y actuar, entonces el pueblo recuperará el poder que le ha sido sistemáticamente arrebatado.

Quieren que no llegues a la universidad. Y si lo haces, quieren que el peso de la deuda te impida alzar la voz. Quieren evitar que pienses, que enseñes, que organices. Poseen los medios de comunicación, los aparatos del Estado, los discursos oficiales. Y aun así, tienen miedo. Porque saben que el pueblo educado es el pueblo que lucha.

Y por eso hoy, más que nunca, no podemos callar. Hay que salir a las calles, con la palabra como trinchera, con la convicción como escudo, con el compañero al lado. No somos terroristas: somos estudiantes, trabajadores, madres, pueblos originarios, disidencias, pobladores. Somos el rostro de una sociedad que exige justicia y dignidad.

Y si algún día dijeron que serían el “gobierno de los mejores”, les responderemos desde cada esquina del país:
Su gobierno está roto. Su discurso está vencido. Y el pueblo, tarde o temprano, sabrá autogobernarse.

martes, 17 de mayo de 2011

Dale tu vida al Sistema

“Cada día los explotan para enriquecerse. Lucran con su fuerza de trabajo, les pagan apenas una fracción de lo que realmente merecen. Y aunque mientras más se especializan, menos los explotan, eso tiene un precio: deben endeudarse, hipotecar su futuro y asumir enormes sacrificios personales y familiares”. Así lo planteó un profesor en una clase. Pero entonces, un estudiante de origen humilde respondió:
“Pero profesor, las empresas tienen que ganar dinero, porque los empresarios son los que dan trabajo”.

Esa respuesta me sacudió. Me dejó con una mezcla de sorpresa, tristeza y preocupación. No por el joven, sino por todo lo que representa. Es la voz de alguien que ha sido educado para creer que su dignidad depende de la voluntad del patrón; alguien a quien el sistema le enseñó a aceptar la injusticia como si fuera un orden natural de las cosas. Y entonces me pregunté: ¿cómo llegamos a esto?

Durante un instante, culpé a la dictadura. Pero luego recordé que este muchacho nació muchos años después. Y comprendí que la verdadera responsabilidad recae en quienes, durante décadas de supuesta democracia, consolidaron un modelo de educación mercantil, deshumanizante y funcional al capital. Sí, me refiero a los gobiernos de la transición, a los que dijeron que venían a cambiarlo todo, pero solo profundizaron la herencia del modelo neoliberal.

Sin embargo, la raíz del problema es más profunda. Está en la ética —o la falta de ella— con la que muchos docentes y formadores asumen su rol. Porque no se trata solo de enseñar contenidos, sino de formar pensamiento crítico, de empujar a nuestros estudiantes a cuestionar, a indignarse, a no aceptar la explotación como destino inevitable. Decirle a un joven que no hay nada que hacer, que así es la vida y que debe conformarse, no es educación: es resignación disfrazada de realismo. Y eso también es violencia.

Hoy somos todos responsables. Tú, que lees esto frente a tu pantalla, no eres un espectador. Eres parte de esta historia. Puedes callar o puedes hablar. Puedes mirar hacia otro lado o puedes compartir, enseñar, discutir, construir conciencia. En la casa, con tu hermano, con tus vecinos, en tu trabajo, en la escuela. La educación no está solo en el aula; está en cada acto, en cada conversación, en cada gesto de solidaridad y rebeldía.

No me desalienta sentirme como un fósforo intentando detener el engranaje de esta enorme máquina llamada capitalismo. Porque sé que no estoy solo. Lo hago por ti, que estás leyendo. Lo hago por mi hija, por mi familia, por quienes aún no han rendido su conciencia. No quiero más generaciones adormecidas, reducidas a pensar solo en el último modelo de zapatillas o en acumular likes vacíos.

Afuera hay un mundo por transformar. Hay un patrón que abusa, hay medios que mienten, hay políticos corruptos, hay fuerzas represivas. Pero también estás tú, y en medio de todo eso, la pregunta es inevitable:

¿Y tú, qué vas a hacer?

viernes, 6 de mayo de 2011

Soberbia Fascista

El precio del pan ha aumentado en $300 pesos, lo que equivale a un 33% de alza aproximadamente. Para un país como Chile, que se encuentra entre los tres mayores consumidores de pan del mundo, este incremento no es un dato menor: es un duro golpe a la economía de las familias, especialmente para quienes sobreviven con el sueldo mínimo. Sin embargo, para el ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine –representante de la ultraderecha y de una élite desconectada de la realidad–, esta alza "exagerada" no debería ser un problema para "la economía chilena en crecimiento" ni para un gobierno que, según él, está "creando empleos de manera increíble".

Ante tales declaraciones, cabe preguntarse: ¿Vive el ministro Fontaine en el mismo Chile que el resto de nosotros? ¿Sabe cuánto gana un trabajador promedio? ¿Ha calculado qué porcentaje del sueldo mínimo se destinará ahora solo a comprar pan? ¿O acaso desconoce –o ignora– que, para millones de personas, este alimento es un producto de primera necesidad y no un lujo sujeto a la especulación del mercado?

Es una burla que un servidor público minimice el impacto de esta alza, especialmente cuando proviene de un sector político que ha perpetuado un sistema donde los gobernantes son, a la vez, dueños de grandes empresas. Esta es la esencia de la oligarquía: una clase privilegiada que decide sobre las necesidades del pueblo mientras acumula riqueza y poder. No es casualidad que, bajo este modelo, los precios de los productos básicos sigan disparándose, mientras los medios de comunicación –aliados del poder– insisten en pintar una realidad ficticia donde "todo va bien".

En este Chile distorsionado –al que podríamos llamar "Chili" para diferenciarlo del país real–, la oligarquía ha enseñado a su pueblo a temer a sus vecinos (hermanos de raza y clase) en lugar de unirse a ellos; a conformarse con ser mano de obra barata en lugar de exigir derechos; y a distraerse con farándula mientras se les despoja sistemáticamente de sus recursos. Es un país donde la libertad se reduce a elegir entre marcas consumistas, pero donde las decisiones importantes –el acceso a salud, educación y alimentación digna– siguen en manos de unos pocos.

En "Chili" me tocó nacer, pero como este país es una invención de los poderosos, no existe. Y si no existe, tampoco existo yo.

lunes, 25 de abril de 2011

Nuestra Revolución


Durante más de doscientos años, hemos sido educados, gobernados y dirigidos por los mismos de siempre: una élite reducida que ni siquiera logró constituirse como una verdadera burguesía moderna, y que se aferró al poder con mentalidad de terrateniente. Esa clase dominante, anclada en privilegios heredados, ha moldeado nuestras instituciones, nuestras ideas y nuestras formas de vivir. Es justamente ahí donde debemos enfocar nuestra lucha.

No olvidemos que, cuando los sectores populares comenzaron a avanzar en derechos y conquistas sociales, la reacción de esa élite fue brutal. En uno de los hitos más recordados, un discurso presidencial que advertía que “la clase alta empezaría a temblar” generó una conmoción en los círculos del poder. Al ver peligrar sus privilegios, optaron por una vía desesperada: interrumpir el proceso democrático con una dictadura que arrasó con nuestras organizaciones, nuestras voces, nuestros sueños.

Pero incluso después de la dictadura, la llamada "democracia" fue pactada, diseñada y garantizada por los mismos grupos de poder económico y político. Aunque algunos pretendan tener diferencias ideológicas, al final comparten los mismos espacios, los mismos intereses y hasta los mismos apellidos. Debaten en televisión, pero acuerdan leyes en privado que protegen sus negocios, perpetúan su poder y silencian al pueblo.

Hoy, como sociedad, enfrentamos un punto de inflexión. Ya no podemos seguir siendo tolerantes con los abusos, ni permitir que se rían en nuestra cara quienes fueron elegidos para representar al pueblo y hoy actúan como empleados del empresariado. No podemos aceptar que el parlamento vote leyes hechas a medida de sus propios intereses económicos, disfrazándolas de bien común. No podemos seguir creyendo en un sistema que nos oprime y nos engaña.

Ha llegado el momento de cambiar. Y ese cambio empieza en nosotros. No desde arriba, sino desde abajo, desde lo colectivo. Se trata de transformar nuestra actitud pasiva en una acción consciente y organizada. De dejar de aceptar lo que nos han impuesto como “normal”: un sistema que te enseña a obedecer, a competir, a consumir, a callar.

Actuar significa educarnos y educar. En el barrio, conversando con vecinos; en la familia, discutiendo y rompiendo silencios; en las redes, difundiendo ideas y denunciando injusticias; en las escuelas y universidades, participando activamente y cuestionando los discursos impuestos; en el trabajo, organizándonos, sindicalizándonos, defendiendo nuestros derechos.

La revolución no es una consigna vacía ni un momento épico: es un proceso cotidiano, plural y profundamente humano. Es tarea de todos: madres, padres, hijos, trabajadores, estudiantes, comunidades enteras. Porque solo así, desde la unidad, la conciencia y la acción colectiva, podremos construir un país más justo, libre y digno.

viernes, 22 de abril de 2011

El Real Día del Trabajador


A medida que se aproxima un nuevo 1° de Mayo, Día Internacional del Trabajador, se vuelve urgente que el pueblo esté verdaderamente informado sobre las políticas laborales que se están discutiendo en nuestro país. No se trata solo de lo que propone el gobierno, sino también del rol que juega la oposición y, por supuesto, del respaldo —explícito o implícito— del empresariado.

Hace un par de días, participé en un debate universitario con una profesora que defendía las supuestas bondades de la "flexibilidad laboral", una medida que se busca implementar en Chile desde hace varios meses. Como hijo de obrero, como trabajador, como estudiante y como ciudadano, sentí la responsabilidad de expresar mi desacuerdo y advertir a mis compañeros de las implicancias reales de esta propuesta.

La llamada “flexibilidad laboral” no es neutral. Uno de sus puntos más polémicos es la posibilidad de que el empleador distribuya arbitrariamente la jornada laboral, fragmentándola según su conveniencia. Esto afectaría directamente las remuneraciones, sobre todo de los trabajadores no especializados, quienes verían mermados sus ingresos y precarizadas aún más sus condiciones laborales. Presentar esta medida como una mejora es una falacia que solo favorece a quienes ostentan el poder económico.

Durante ese mismo debate, descubrí que la profesora que promovía esta visión también era propietaria de un exclusivo bar en el sector alto de Santiago. Este dato no es menor: nos recuerda que, muchas veces, quienes defienden estos cambios lo hacen desde una posición de privilegio que está lejos de representar la realidad de la mayoría. El estudiante secundario, el joven trabajador, la madre jefa de hogar, difícilmente tendrán opción frente a una normativa que favorece al empleador y debilita al trabajador.

Este 1° de Mayo, no será extraño ver cómo los grandes medios de comunicación encubren las demandas populares y reducen las manifestaciones a simples actos de violencia o desorden. Pero la realidad es muy distinta: para una parte importante del pueblo, esta fecha sigue siendo una jornada de encuentro, de memoria, de lucha pacífica y de celebración de la dignidad del trabajo. Familias enteras —abuelos, padres e hijos— recorrerán la Alameda, reivindicando el sueño de una sociedad más justa, como lo hiciera alguna vez Salvador Allende, quien creyó en un Chile donde el hombre fuera verdaderamente libre.

jueves, 14 de abril de 2011

Chile y Perú educados para odiarse!

Debido a la reciente elección presidencial en Perú, hemos visto cómo el candidato nacionalista Ollanta Humala Tasso ha emitido mensajes cargados de ira y reproches hacia Chile. Por su parte, desde La Moneda, el gobierno chileno liderado por la derecha pinochetista ha respondido con la misma contundencia hacia Lima. ¿Por qué este intercambio beligerante entre dos países hermanos?

Perú y Chile son dos hermosos países latinoamericanos que enfrentan enormes desafíos sociales y económicos: la desigualdad en la distribución de la riqueza, la precariedad educativa, la pobreza estructural, entre otros. Sin embargo, tienen mucho más en común de lo que el etnocentrismo nacionalista y la propaganda les ha hecho creer. Comparten un pasado histórico conjunto, especialmente en cuanto a sus pueblos originarios, muchos de los cuales habitaron territorios que hoy corresponden a ambos países. La civilización Inca, por ejemplo, dominó amplias zonas del actual Chile y Perú.

Además, su lucha conjunta contra el dominio español estrechó sus lazos históricos. El Libertador chileno Bernardo O’Higgins, junto con José de San Martín, colaboró en la independencia del Perú, liberando a ambos pueblos del yugo colonial. Sin embargo, esta hermandad sangrienta se fracturó pronto: guerras posteriores, promovidas por las oligarquías de ambos países, sirvieron únicamente a intereses económicos y de poder, arrastrando a sus pueblos hacia el odio fratricida y el genocidio.

Esta historia compartida y sus cicatrices se reflejan en la actualidad. Humala aspira a la presidencia en un Perú que sigue luchando contra profundas desigualdades. Chile, por otro lado, es el país con la peor distribución de la riqueza dentro de la OCDE, y su presidente de ultraderecha, Sebastián Piñera, atraviesa una crisis de baja aprobación y cuestionamientos políticos por parte de la oposición. En este contexto, los gobiernos de ambos países recurren a nacionalismos anacrónicos para distraer a la población y afianzar su control. Los insultos y provocaciones cruzadas no son más que herramientas para manipular el sentir popular.

Los medios de comunicación en ambos países, controlados en gran medida por las élites económicas y políticas, fomentan este odio entre hermanos de clase, mientras mantienen a la población anestesiada con el consumo y las disputas superficiales. La educación y la historia oficial han sido filtradas y diseñadas para crear ciudadanos dóciles que no cuestionen la hegemonía de las oligarquías ni el sistema desigual. El patrón no quiere perder ni su poder ni su riqueza.

Como mencioné en mi primera publicación sobre este tema, siempre quise acompañarla con un video que reflejara esta perspectiva. Hoy, 3 de junio de 2011, encontré una entrevista que ilumina mucho sobre este asunto: una entrevista al reconocido historiador chileno Sergio Villalobos. Villalobos representa la corriente de pensamiento que ha influenciado la educación histórica oficial en Chile, que también moldeó a generaciones de profesores y estudiantes. Si entendemos esta visión, podemos comprender mejor el origen del “odio majadero” entre Chile y Perú.

En Perú, probablemente, existe un problema similar en cuanto a la manipulación histórica y educativa. Por ahora, agradezco profundamente al verdadero gran historiador chileno Gabriel Salazar, cuya obra ha sido silenciada por la prensa burguesa. Si aún no lo conoces, te invito a investigar sobre él.

Entrevista de CNN Chile a Sergio Villalobos: http://www.youtube.com/watch?v=CZwbqrnL2Ec