Hoy, 30 de junio de 2011, fuimos testigos —y más de 150.000 fuimos protagonistas— de una de las manifestaciones ciudadanas más multitudinarias de los últimos años en Chile. La histórica Avenida Alameda, aquella misma que Salvador Allende imaginó como el camino del hombre libre, fue escenario de una verdadera movilización nacional. Profesores, estudiantes, trabajadores, sindicatos, artistas, madres con hijos, abuelos, miles y miles de personas recorrieron dos kilómetros del corazón de Santiago, mientras en otras ciudades del país se reunían más de 350.000 ciudadanos exigiendo lo mismo: educación gratuita, pública y de calidad, administrada por el Estado, sin lucro y con fiscalización a las universidades privadas.
¿Pero por qué debemos exigir algo que en otros países parece un derecho básico? Porque Chile es un experimento económico radical, iniciado en dictadura y perpetuado en democracia. Durante la dictadura de Pinochet (1973–1990), se impuso un modelo neoliberal extremo, el más agresivo del mundo, que convirtió derechos sociales en bienes de mercado: educación, salud, transporte, agua, luz, incluso la seguridad social. Todo quedó en manos privadas.
Las consecuencias de este modelo se sienten hasta hoy. Las universidades funcionan como empresas, muchas veces sin regulación efectiva. Las AFP, que administran las pensiones de los trabajadores, invierten sin que el trabajador tenga voz ni voto, y si sus decisiones fallan, es el afiliado quien pierde dinero, nunca la administradora. En Chile, el lucro es el corazón del sistema. Y el Estado, lejos de garantizar derechos, se ha limitado a observar desde la barrera.
Este malestar ciudadano no es nuevo, pero sí ha alcanzado un punto de quiebre. Y lo más indignante es que quienes deben escuchar —los que hoy ocupan los cargos de poder— cierran el diálogo con soberbia. El entonces ministro de Educación, miembro del Opus Dei y exaccionista de la Universidad del Desarrollo, representa todo aquello contra lo que los estudiantes se manifiestan: el lucro como principio rector de la enseñanza. ¿Cómo esperar diálogo real con alguien que ha hecho negocios con la educación? ¿Cómo suponer que velará por el interés público quien ha estado vinculado al negocio privado de formar profesionales?
La prensa tradicional, muchas veces al servicio de intereses empresariales, no pudo ignorar esta movilización. La magnitud y creatividad de la marcha desbordó todos los intentos de ocultamiento. Pero el gobierno guarda silencio. No por falta de información, sino por falta de voluntad. Simplemente, no quieren escucharnos.
Frente a esta sordera institucional, la respuesta debe ser la unidad. Esta lucha no es solo de estudiantes o de profesores: es del pueblo entero. Padres, trabajadores, pobladores, jubilados, todos y todas debemos sumarnos. Porque cuando se atenta contra el derecho a la educación, se vulnera el futuro de todo un país.
Hoy caminamos miles por las calles, pero el desafío es mayor: organizarnos, articularnos, unir nuestras luchas. Solo el pueblo tiene la capacidad de transformar este modelo injusto. Si lo hacemos juntos, no podrán vencernos.
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