miércoles, 31 de julio de 2013

Somos más parecidos a nuestro tiempo, que a nuestros padres.

Hace ya muchos años logré despertar del letargo en que ha vivido buena parte de mi generación. Recuerdo claramente que, durante mis primeros años en la universidad, una frase me marcó profundamente:
“Somos más parecidos a nuestro tiempo que a nuestros padres.”
Desde entonces, comprendí que no podía seguir justificando a quienes, desde la comodidad o el desinterés, llaman a no votar.

Chile ha recorrido un largo camino en la construcción de políticas sociales. El voto universal y secreto, por ejemplo, no siempre fue un derecho garantizado. En el pasado, votar era un acto público, manipulable, donde los patrones influían directamente sobre sus trabajadores. Solo podían ejercer este derecho los hombres mayores de 21 años, alfabetizados y con propiedad. La lucha por el sufragio femenino —en la que destaca la figura de Amanda Labarca— es parte fundamental de la ampliación de la democracia.

Asimismo, la creación de empresas estatales como ENAP, ENDESA, CAP e IANSA, junto con el desarrollo de la industria cuprífera y salitrera, forjaron lo que se conocía como el "sueldo de Chile". En esas décadas, los gobiernos pusieron en el centro de su proyecto de país la educación y la industrialización, haciendo de Chile un referente republicano en América Latina. Se intentó, incluso, construir un camino propio hacia el socialismo mediante la vía democrática.

Sin embargo, ese proyecto fue bruscamente interrumpido en las décadas de 1960 y 1970. En plena Guerra Fría, Chile quedó atrapado en una región altamente polarizada. Las presiones externas, especialmente de Estados Unidos, comenzaron a debilitar el gobierno democráticamente electo mediante bloqueos económicos, boicots empresariales y finalmente un golpe de Estado.

La dictadura iniciada en 1973 significó el abandono del modelo de Estado mixto y solidario, reemplazándolo por un sistema neoliberal. Se devolvieron tierras a antiguos propietarios, se indemnizó a empresas extranjeras afectadas por la nacionalización del cobre, y se comenzó una campaña sistemática de desprestigio y destrucción de las empresas estatales. La opinión pública fue moldeada para ver lo estatal como ineficiente y obsoleto. Se criminalizó la organización política y sindical, se prohibieron partidos políticos, y se persiguió, encarceló y asesinó a miles de militantes.

En este contexto, la sociedad chilena fue modelada a imagen y semejanza de la dictadura. Aunque alguien estuviera en contra, era inevitable que cambiara: vivir en un país sin sindicatos, donde la huelga era ilegal, el sueldo mínimo una miseria, y los partidos políticos considerados enemigos del orden, se convirtió en la nueva normalidad. Tras 17 años, ese estilo de vida era ya parte de la cultura cotidiana.
“Somos más parecidos a nuestro tiempo que a nuestros padres.” Esa frase vuelve con fuerza para explicar cómo una generación entera fue criada bajo la apatía política y el miedo.

¿Cómo esperar que un joven tenga una visión distinta si fue educado por padres que fueron, a su vez, desmovilizados, despolitizados y adaptados a una lógica de consumo y supervivencia? Claro que es posible pensar diferente, pero requiere una profunda toma de conciencia sobre cuán manipulados hemos sido. La dictadura no solo reconfiguró el aparato estatal, sino que utilizó medios de comunicación, educación y represión para instaurar un pensamiento único.

Si antes se hablaba del determinismo geográfico, hoy podríamos hablar de un determinismo temporal, en el que somos reflejo de la época en que vivimos, moldeados por estructuras de poder económico y político que nos enseñan a aceptar lo inaceptable.

La democracia no fue recuperada con armas, como algunos románticos de la violencia quisieran creer, sino con organización social, política y una histórica votación en 1988. Se venció en las urnas, no en las trincheras. Sin embargo, esa transición se dio en un país profundamente transformado: temeroso, desmovilizado, y cada vez más escéptico de la política. La figura del militante se convirtió en sinónimo de oportunismo o corrupción, alimentado también por políticos que traicionaron los ideales que decían representar.

Por eso, me resulta incomprensible —y profundamente irresponsable— el llamado a no votar. Quien promueve la abstención perpetúa el legado de la dictadura: una ciudadanía apática, desinformada y fácilmente manipulable. Confunde ilegitimidad con ilegalidad, y no comprende que el voto es, aún con todos sus defectos, una herramienta esencial para disputar el rumbo del país.

Debemos recordar siempre que la democracia ha costado sangre, exilio y resistencia. No es perfecta, pero renunciar a ella sin luchar por su mejora es entregarla a quienes lucran con nuestra ignorancia.

Un complemento, Video realizado por la televisión Francesa de Chile en la Dictadura, Chile: Orden, trabajo y obediencia (1977)





miércoles, 24 de julio de 2013

Oda al niño Padre

Había una vez un niño que habitaba en los suburbios de Santiago, vivió en varios lugares bien atrás en el rezago,
 el niño tenía una familia de clase trabajadora, un padre que tuvo sueños, pero que la dictadura opresora
en pedazos los rompió, persiguiéndolo y expulsándolo de la universidad como llegó,
 la madre de este niño una mujer sencilla, humilde, dueña de casa, pero también muy pilla,
en ese lugar de esfuerzo creció este niño, al cual trataron con mucho cariño
 la mejor educación posible trataron de dar, en la casa como el colegio para así poder triunfar.
El niño fue siempre cortés y educado, un niño muy bien criado,
lo educaron desde abajo, para conseguir los sueños que el papá y la mamá siempre vieron con anhelo
 lucho contra su destino, porque siempre fue rebelde y tampoco nunca fino,
de casa y la vida quería salir corriendo, su naturaleza él mismo estaba venciendo
Se formó un pensamiento con lo que escuchaba en casa y como siempre el papá a su economía rebasaba
 compraba un librito, que leyendo este niñito, harto, harto él pensó y una buena autoeducación él solito se formó
pero un día un suceso del que tenía que hacerse responsable, casi lo afrenta, casi quiebra sus sueños, su corazón y pensamiento,
él niño ya no era niño, ahora también sería padre, trabajar debería y estudiar quizás más tarde,
pero con sus grandes padres y su compañera fiel, él no sería uno más y rompería su troquel
ahora el niño padre trabajaría fuerte de día y estudiaría intensamente de noche, para así el fin de semana también acarrear un coche,
el sistema le había dicho a su familia y al niño padre que si estudiaba él hasta tarde
llegaría un día en que solo con su mente un buen trabajo tendría
y así el niño padre a su familia mantener y si quedaba algo de tiempo a su hija ver crecer.
Estudio, estudio y estudio y también trabajo, por supuesto el fue padre y con ayuda de su madre
y su compañera fiel, llegó el día que esperaban,  desde que en los suburbios soñaban.
se subió de frack el niño padre y de mano de una extraña su cartón recibió.
Lunas pasaron, soles pasaron, árboles navideños, fuegos artificiales, también llegaron
y el niño padre veía cómo el trabajo que tanto deseaba, solo era una ilusión, puesto que en su país cabrón,
 si se quiere trabajar, cualquier chaucha debes recibir o de hambre has de morir
 su titulo de nada valía, porque eso de ser profesor en este país de mentira es como ser  una porquería,
y así este niño padre que ya no era niño sino viejo despertó y se dio cuenta más aún que su patria le mintió.


Felipe Alvear Cordero

miércoles, 3 de julio de 2013

Bicentenario-150

Llegué a militar en un año convulsionado, a un partido aletargado. Llegué como hijo al partido de los padres y abuelos, como heredero tardío de una tradición que parecía desvanecerse. Era el año del bicentenario de la República y el Partido Radical cumplía 147 años. Yo, estudiante de Historia, no desconocía el pasado glorioso de la colectividad que alguna vez fue el partido más grande de Chile. Nacido de una revolución liberal, con un nombre radical para su época, fue cuna de figuras como Valentín Letelier —quien daba nombre a mi liceo y desde mi adolescencia me había inspirado.

Liberté, égalité et fraternité no eran consignas ajenas. Desde pequeño, conceptos como la democracia, la libertad, la igualdad y la fraternidad me resonaban con fuerza. A los 22 años, con algo más de conciencia del mundo, la vida y sus complejidades políticas, decidí canalizar esas convicciones estampando mi firma en una ficha de militancia.

No vengo de una familia de radicales. No hay bomberos ni masones en mi árbol genealógico. Mi padre es demócrata cristiano, mi abuelo fue del Partido Nacional. En casa conviven un marxista no militante y uno que otro capitalista empedernido. A pesar de ello, llegué al Partido cuando estaba fuera del gobierno, cuestionado desde todos los frentes por su rol en la Concertación y su presunta complicidad con el modelo neoliberal. Pero esas críticas no me detuvieron. Yo creía —y creo— en el laicismo, el socialismo democrático y los principios históricos del radicalismo. Nadie podía convencerme de que ese partido centenario había perdido su esencia.

Milité durante años sin ficha. Fui dirigente estudiantil en 2011, y fue en ese contexto donde decidí entrar de lleno a la política partidaria. Lo hice al ver la falta de organización de los movimientos sociales, arrastrados por sectores anarquistas o trotskistas que no ofrecían una propuesta de transformación concreta. Yo creía —y sigo creyendo— en una revolución democrática. Fue entonces cuando algunos compañeros dijeron que me había "vendido". Pero si eso fuera cierto, habría negociado por algo más que un lugar en un partido en ruinas. Entré al Partido Radical con convicción, con ideales, con esperanza. Entré, como siempre, soñador: con la cabeza en las nubes y los pies en la calle.

Este corto tiempo como militante ha sido suficiente para ver cosas que quizás los viejos radicales —aquellos de cuna o de linaje— ya no ven, cegados por los años o encerrados en sus círculos. He visto un partido sostenido por unos quinientos militantes que, a fuerza de terquedad, se resisten a dejarlo morir. En el mundo adulto, estos quinientos se reparten cargos, juegan a ser candidatos cada cierto tiempo, aunque saben que nunca ganarán. ¿Por qué lo hacen? Por poder. Por vanidad. Pero rara vez por trabajo real en los territorios.

En cambio, la Juventud Radical tiene otra dinámica. La mayoría son estudiantes, personas intelectualmente inquietas, a veces pedantes, muchas veces brillantes. Han sido dirigentes estudiantiles, miembros de colectivos, líderes natos. Jóvenes que creen de verdad en el proyecto radical. Profesionales y técnicos que actúan como diseñadores, profesores, sindicalistas, abogados, activistas o repartidores de volantes. Lo hacen todo por amor a sus ideas, sin réditos personales. Son ellos quienes mantienen viva la llama del partido.

Sin embargo, ni siquiera la juventud está exenta de vicios. Las divisiones internas, los "lotes", los microsectores y las banderas de grupo están haciendo estragos. Todos repiten discursos de unidad, publican llamados a reconstruir el partido, pero cuando termina la reunión o se cierra el foro, cada uno rema hacia su propio lado. Hace unos días, un joven recién ingresado me dijo con total naturalidad: “Estos lotes son normales, ¿o tú trabajarías con NN?”. Esa frase, simple y brutal, me quebró. Porque cuando incluso quienes recién llegan ya están convencidos de que la división es inevitable, significa que la fraternidad —una de las piedras angulares del radicalismo— está desapareciendo.

Y si desaparece la fraternidad, también se va con ella la posibilidad de reconstruir el partido. El trabajo, la pasión, el compromiso de tantos jóvenes quedará opacado, mermado, incluso asesinado, por esos grupos que solo buscan cuotas de poder, que repiten en el partido las mismas lógicas individualistas de la sociedad que decimos criticar.

Cuando termino de escribir estas líneas, me pregunto: ¿para qué lo hice? ¿Cuál es el objetivo? La verdad, no lo sé con certeza. No es una arenga por la unidad, ni una simple crítica a las divisiones. Es solo el testimonio sincero de un militante joven, idealista, que ama su partido pero lo observa con dolor. Escribo porque necesito hacerlo, porque callar sería traicionarme a mí mismo. Escribo porque en este aniversario 150 del Partido Radical, quiero recordar por qué llegué: por ideas, por historia, por sueños. Y porque aún creo —a pesar de todo— que podemos volver a levantarlo.