sábado, 17 de septiembre de 2011

Contra el odio impuesto: un llamado a la hermandad latinoamericana

Vivimos inmersos en un sistema aterrador. Un sistema donde el simple hecho de existir genera incertidumbre, donde pensar en traer un hijo al mundo despierta más miedo que esperanza. Este es el siglo XXI que nos tocó habitar: uno en el que si naces pobre, si eres hijo de obreros, si asistes a una escuela pública gestionada por un Estado ausente, no solo estarás destinado a sobrevivir, sino también a odiar a tu hermano. A tu hermano latinoamericano. A tu hermano de clase. A tu hermano de lucha.

Chile y Perú, históricamente educados para despreciarse, son ejemplos trágicos de una herencia compartida de colonialismo, guerra y propaganda. Fue precisamente esa convicción —la de que nos han enseñado a odiar al que más se nos parece— la que me impulsó a abrir este blog. Y hoy, en medio de la represión, entre gases lacrimógenos y mentiras oficiales, este pensamiento cobra más sentido que nunca. Porque el odio entre pueblos hermanos no es casualidad: ha sido cuidadosamente construido, inculcado desde la infancia, legitimado por libros de historia sesgados, y perpetuado por gobiernos que temen a la unidad de los de abajo.

Mientras la ciudad se emborracha con fiestas patrias y discursos patrioteros, mientras las banderas ondean sobre plazas vigiladas por la policía, queda más claro que nunca: estamos atrapados en un sistema diseñado para dividirnos y distraernos. Y lo hace muy bien. Nos convence de que no somos "marxistas" solo por desear ropa de marca o una vida digna. Nos inculca que progresar es competir, individualizarse, olvidarse del otro.

Pero tengo la convicción profunda de que si el proceso socialista chileno de los años 60 y 70 no hubiera sido brutalmente interrumpido, hoy estaríamos en un país con justicia social, en una América Latina más integrada y solidaria. Una donde los logros de un país hermano serían motivo de celebración común, no de envidia o burla. Sin embargo, hemos llegado a esta modernidad con el alma herida y una identidad fragmentada. Arrastramos nacionalismos obsoletos, enseñados desde pequeños por una educación diseñada para producir obediencia, no pensamiento crítico. Para producir consumidores, no ciudadanos.

Como estudiante y futuro docente, no puedo callar. Me niego a seguir reproduciendo el relato de las élites, ese que desde 1810 ha sido escrito por y para las 300 familias que aún controlan Chile. Me duele reconocer que, por años, me enseñaron a ver como enemigos a pueblos que, en realidad, comparten nuestras miserias y nuestras esperanzas. Me rebelo contra eso. Porque ha llegado el momento —gracias al despertar social, gracias a la movilización, incluso gracias al autoritarismo de este gobierno— de darnos cuenta de que no estamos condenados a pensar y actuar como capitalistas sin conciencia. Somos un pueblo con una riqueza cultural inmensa, con raíces profundas, con una historia que aún no ha sido contada por los vencidos.

Si eres peruano y estás leyendo esto, si eres argentino, boliviano, ecuatoriano o colombiano: no somos rivales. No lo fuimos nunca. Fuimos enseñados a odiarnos por quienes temen lo que podemos lograr juntos. Te llamo a despertar. A rechazar la educación de mercado. A romper con los discursos que nos separan. A luchar contra este sistema que lucra con nuestra ignorancia y nuestra división.

Despierta. Abre los ojos. Extiende la mano, levanta el puño, y lucha. La historia aún no está escrita. Y esta vez, la escribiremos nosotros.

martes, 6 de septiembre de 2011

La generación consciente

Era el día del Paro Nacional convocado por la CUT, el inicio de algo largamente esperado: la convergencia entre trabajadores, estudiantes y ciudadanos indignados. Estábamos apoyando al sindicato de la Universidad de Las Américas (UDLA), cuando, al llegar a la intersección de República con la Alameda, nos encontramos con un grupo de estudiantes movilizados. Nos unimos a ellos pacíficamente, desplegando nuestros lienzos, hechos con convicción y esperanza. Uno decía: “¿Y nosotros qué? UDLA no duerme, presente”. Otro, con fuerza ancestral, llevaba una consigna mapuche: “Historia y Psicología, Marichiweu”.

Desde la vereda, gritábamos a Carabineros que también ellos eran trabajadores. Les recordábamos que eran usados por el sistema, manipulados por un gobierno que los pone al servicio del orden económico, no del pueblo. Les hablábamos con la esperanza ingenua de que entendieran. Esa esperanza fue respondida con violencia. Sentí, sin previo aviso, dos golpes de escudo por la espalda. Luego fueron tres. Me redujeron, me arrastraron. Ya no era una protesta más, era otra detención por pensar distinto.

Pero lo peor no fue el arresto. Fue lo que vino después, dentro del bus policial. Me subieron boca abajo, inmovilizado por el peso de mis compañeros, también detenidos, apretados en un espacio de menos de 60 centímetros. Un sargento, cuyo nombre conozco, escupió su mano e intentó introducirla en la boca de los detenidos, incluido yo. Asfixiado y con repulsión, logré apartar esa mano, lo que provocó una violenta reacción: una patada en la cabeza y un arrastre por el piso que me abrió la frente. Las lesiones fueron constatadas más tarde en la Posta Central.

Vi cómo una carabinera golpeaba con la mano abierta a una muchacha indefensa. Vi cómo un joven era agredido con puños cerrados en la cara. Escuché insultos de todo tipo, burlas que denigraban nuestra dignidad, y frases que aún resuenan con rabia en mi memoria: “Luchen harto, mátense, así los hijos de nosotros estudian gratis, gueones”, o “A mí me gusta pegarle a los comunistas”. Así se vive la democracia en Chile. Así responde el Estado cuando los ciudadanos se atreven a exigir justicia.

Durante esas horas en la comisaría, tuve tiempo para pensar. Carabineros ha perdido el rumbo. Ya no protegen el orden público; hoy protegen los intereses de una élite económica que desprecia al pueblo. La policía chilena, que debería servir a todos, se ha convertido en el escudo de los poderosos. Pero me pregunto: ¿estos abusos quedarán impunes? ¿Nadie responderá?

En Chile, estamos ante una generación que está rompiendo el molde. Por primera vez, los hijos de obreros llegan masivamente a la universidad. Y eso se está notando. Profesionales marchan, profesores enseñan desde sus vivencias, médicos levantan la voz. La generación que fue indiferente en los noventa dio paso a los “pingüinos” del 2006 y al “invierno chileno” del 2011. Hoy, quienes fuimos golpeados, humillados, reprimidos, no olvidaremos. Somos hijos de la dictadura, pero también somos el comienzo de su final.

Yo soy el primero de mi familia en llegar a la universidad. Como muchos. Y seremos nosotros quienes, desde el conocimiento, la organización y la conciencia, terminaremos con la represión, con la injusticia y con este sistema basado en el abuso del capital. No hay vuelta atrás. Lo vivido no se borra. Y tampoco la determinación de cambiarlo todo.