viernes, 26 de agosto de 2011

El problema es el sistema

Desde mi última publicación he tenido tiempo para pensar, escuchar, conversar, y especialmente, observar. La llamada “problemática estudiantil”, que comenzó como una serie de demandas sectoriales, ha derivado en una verdadera crisis social. Ya no hablamos solo de educación: hablamos de modelo de país, de derechos fundamentales, de justicia social. Y lo hemos hecho no desde la teoría, sino desde las calles, las aulas tomadas, las asambleas infinitas, y sí, también entre el humo de cigarro y las conversaciones profundas con compañeros de universidad.

En una de esas charlas sabatinas llegué a una conclusión que quizás ya intuía, pero que nunca había madurado del todo: hay algo que no está siendo dicho con claridad, ni por el gobierno, ni por los empresarios, ni siquiera por buena parte de las organizaciones sociales o estudiantiles.

Tras revisar los petitorios de distintas agrupaciones —desde universidades privadas hasta las que aún llamamos “públicas”— noté una desconexión importante entre lo urgente y lo estructural. Se discuten artículos, se pelean beneficios, se exige un pase escolar o el fin al lucro. Y aunque esas luchas son legítimas, surge una pregunta ineludible:
¿Se puede resolver el conflicto estudiantil solo con reformas constitucionales?

La respuesta, desde mi perspectiva, es no. O al menos, no completamente.

Es cierto que la Constitución actual —herencia directa de la dictadura de Pinochet y sostenida por décadas de democracia pactada— establece una base jurídica que perpetúa la desigualdad y la mercantilización de los derechos. Cambiarla es necesario. Pero aún con una nueva Constitución, si no se transforma el modelo económico que la sustenta, seguiremos atrapados en un sistema que convierte cada necesidad humana en una oportunidad de negocio.

La educación gratuita, el transporte digno, un crédito universitario con tasas justas, son imposibles en un sistema que antepone el interés del capital a la dignidad del ciudadano. Ese es el verdadero núcleo del problema: el modelo neoliberal que rige nuestras vidas. Uno que ha sido cuidadosamente diseñado para que la oligarquía económica mantenga su hegemonía política. Para sostenerlo, se ha educado al pueblo no en la ciudadanía crítica, sino en la desconfianza, el individualismo, e incluso el desprecio por sus propios pares.

Nos han enseñado a ser “sacadores de vuelta”, a desconfiar del vecino, a ver en el hermano latinoamericano una amenaza en vez de un aliado. Nos convencieron de que éramos los “jaguares de Latinoamérica”, los “ingleses del sur”, cuando en realidad el pobre chileno sufre lo mismo que su par en Bolivia, Perú o Argentina. La élite aquí, como allá, mueve los hilos tras bambalinas.

Pero algo está cambiando. El pueblo chileno está despertando. Con capucha, sin capucha, con bailes folclóricos en la Alameda, con carros lanzaaguas de cartón, con marchas masivas, con huelgas de hambre, con colegios tomados y jóvenes golpeados por la policía. Aún no entendemos del todo el tamaño del proceso en el que estamos, pero el despertar es real.

Ahora bien, ¿permitirá el sistema estos cambios? ¿Estará dispuesto el gobierno de ultraderecha a aceptar demandas con “colores rojos”? ¿Soportará el modelo occidental —tan comprometido con el capital y el control— que un país periférico intente algo diferente?

La verdadera pregunta no es si el sistema lo permitirá. Es si el pueblo persistirá en su lucha hasta que ya no quede alternativa.
El día que esas cacerolas entiendan que el problema no es solo un ministro o una ley, sino el sistema completo, ese día puede marcar el comienzo de algo realmente nuevo.

Y entonces sí: todo puede cambiar.