“Cada día los explotan para enriquecerse. Lucran con su fuerza de trabajo, les pagan apenas una fracción de lo que realmente merecen. Y aunque mientras más se especializan, menos los explotan, eso tiene un precio: deben endeudarse, hipotecar su futuro y asumir enormes sacrificios personales y familiares”. Así lo planteó un profesor en una clase. Pero entonces, un estudiante de origen humilde respondió:
“Pero profesor, las empresas tienen que ganar dinero, porque los empresarios son los que dan trabajo”.
Esa respuesta me sacudió. Me dejó con una mezcla de sorpresa, tristeza y preocupación. No por el joven, sino por todo lo que representa. Es la voz de alguien que ha sido educado para creer que su dignidad depende de la voluntad del patrón; alguien a quien el sistema le enseñó a aceptar la injusticia como si fuera un orden natural de las cosas. Y entonces me pregunté: ¿cómo llegamos a esto?
Durante un instante, culpé a la dictadura. Pero luego recordé que este muchacho nació muchos años después. Y comprendí que la verdadera responsabilidad recae en quienes, durante décadas de supuesta democracia, consolidaron un modelo de educación mercantil, deshumanizante y funcional al capital. Sí, me refiero a los gobiernos de la transición, a los que dijeron que venían a cambiarlo todo, pero solo profundizaron la herencia del modelo neoliberal.
Sin embargo, la raíz del problema es más profunda. Está en la ética —o la falta de ella— con la que muchos docentes y formadores asumen su rol. Porque no se trata solo de enseñar contenidos, sino de formar pensamiento crítico, de empujar a nuestros estudiantes a cuestionar, a indignarse, a no aceptar la explotación como destino inevitable. Decirle a un joven que no hay nada que hacer, que así es la vida y que debe conformarse, no es educación: es resignación disfrazada de realismo. Y eso también es violencia.
Hoy somos todos responsables. Tú, que lees esto frente a tu pantalla, no eres un espectador. Eres parte de esta historia. Puedes callar o puedes hablar. Puedes mirar hacia otro lado o puedes compartir, enseñar, discutir, construir conciencia. En la casa, con tu hermano, con tus vecinos, en tu trabajo, en la escuela. La educación no está solo en el aula; está en cada acto, en cada conversación, en cada gesto de solidaridad y rebeldía.
No me desalienta sentirme como un fósforo intentando detener el engranaje de esta enorme máquina llamada capitalismo. Porque sé que no estoy solo. Lo hago por ti, que estás leyendo. Lo hago por mi hija, por mi familia, por quienes aún no han rendido su conciencia. No quiero más generaciones adormecidas, reducidas a pensar solo en el último modelo de zapatillas o en acumular likes vacíos.
Afuera hay un mundo por transformar. Hay un patrón que abusa, hay medios que mienten, hay políticos corruptos, hay fuerzas represivas. Pero también estás tú, y en medio de todo eso, la pregunta es inevitable:
¿Y tú, qué vas a hacer?